El premio y la trampa: Radiografía de la paz en medio de ficción


Carmelo Rizzo

Por: Carmelo Rizzo

El mundo aplaude a un nuevo Nobel de la Paz mientras, en silencio, los pueblos siguen marchando entre barricadas, ataques y discursos huecos. La paz se volvió un premio que se entrega más rápido de lo que se practica; una palabra que se pronuncia con brillo y se sostiene con miedo.

Las reacciones al Nobel de este año han sido tan híbridas como la injusticia que pretende interrumpir: muchos celebran, otros ríen o simplemente no opinan, y muchos se preguntan qué clase de paz es esa que premia peroratas mientras los pueblos siguen sin justicia ni pan.

Desde Caracas hasta Kiev, la realidad contradice el diploma. Y aunque el comité sueco hable de «esperanza y diálogo global», la fase 2.0 de Venezuela pretende romper el libreto de represión con sonrisa, elecciones controladas y un pueblo reventado que aún sueña con libertad.

Mientras allá dure esa ofensiva al dente: una maniobra para reubicar el tablero latinoamericano hacia el desarrollo mercantil y reducir la influencia de los piratas. No es por altruismo, sino porque la región apesta a fractura, y el control geopolítico de las urnas vale más que el de los pozos. Cada misión se convierte en un termómetro moral, y cada gestión electoral, en una prueba de fe.

Aquí, el aire también se siente pastoso. Hay una enorme esperanza, sí, pero también hay quienes ya ensayan descarrilar las elecciones antes de que empiecen. Los rumores de manipulación tecnológica, los susurros sobre las Fuerzas Armadas y los movimientos en torno al TREP y las urnas resuenan como chicharras: ecos del miedo de los que tiemblan perder el poder democrático, sin haberlo merecido.

Pero los mismos ciudadanos que fueron ignorados, insultados o subestimados están decididos a votar, aunque apaguen las luces, a poner su voz, aunque el ruido sea atronador. Esa es la epifanía civil: el despertar de un país que ya no espera permiso para ser soberano.

Las altas esferas del poder político demuestran una incapacidad casi ritual para imponer orden. Y no porque no sepan cómo, sino porque no quieren arriesgar sus cuotas de influencia. El sistema está sostenido con alfileres, y el voto se ha vuelto el último clavo que mantiene en pie la República. Nadie confía en los árbitros, poco en los jueces, y peor en las promesas. Sin embargo, contra todo pronóstico, la convicción democrática se ha convertido en el único acto de rebeldía decente.

El verdadero Nobel de la Paz no lo otorga un comité nórdico: lo conceden los pueblos cuando salen a votar en armonía y dignidad, cuando eligen conciencia en vez de soborno, cuando prefieren el deber a la desesperanza.

Esa es la unión que no necesita ceremonia, porque se pronuncia en las urnas y se celebra en silencio. Y si este 30 de noviembre, pese a las trampas, los hondureños saldremos masivamente, entonces no habrá ejército ni sistema capaz de ensuciar la historia.

«No hay paz verdadera sin verdad, ni elecciones limpias sin valor.»


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