La nueva geometría electoral en Honduras

Por: Carmelo Rizzo
Las elecciones de 2025 en Honduras fueron explicadas, en un inicio, con categorías viejas. Se habló de relatos, de discursos, del clima emocional. Hubo épica forzada, exceso de moralina y no poca novela electoral. Sin embargo, el resultado se explica mejor desde este ángulo: la geometría electoral. No ganó quien habló más fuerte, sino quien cerró mejor el contorno.
Como lo resumió con crudeza una sentencia que dejo el proceso, el sermón perdió electoralmente frente a la organización. No se trata de una frase provocadora, sino de una constatación técnica. Las encuestas más serias —las más apegadas a la realidad imperfecta del terreno— ya advertían que la retórica contraria estaba llegando a su techo. Movilizaba opinión, pero no garantizaba cierre. El margen era mínimo y, en ese escenario, el contraste no vendría del mensaje, sino de la capacidad de ejecución.
Ahí es donde el Partido Nacional hizo lo que históricamente sabe hacer: operar. Sin romance, sin carisma extraordinario, sin promesas nuevas. Territorio, estructura y defensa del voto. En una elección definida por menos de un punto, esa diferencia no es secundaria: fue decisiva.
El comportamiento del elector catracho fue clave. Aunque la participación cayó alrededor de un doce por ciento respecto a 2021, el padrón electoral creció moderadamente y el voto válido aumentó, mientras que los votos blancos y nulos se redujeron de forma marcada. Esto no describe apatía; describe selección consciente. Menos ruido, más filtro. Menos impulso, más criterio. El elector actuó como jurado maduro.
Hay un apunte que termina de ordenar el cuadro y que suele perderse en el ruido del debate. De los tres candidatos principales, los dos mejor posicionados concentraron el ochenta por ciento del voto válido, expresando con claridad el rechazo mayoritario al socialismo del siglo XXI como modelo de gobierno. Dentro de ese bloque no socialista, la diferencia fue mínima pero determinante: aproximadamente cuarenta por ciento para el primero y el treintinueve porciento para el segundo. No hubo un país partido en mitades ideológicas irreconciliables; hubo una mayoría clara dentro de un mismo campo político, y una competencia definida por estructura, no por doctrina.
Esta elección tuvo, además, un elemento diferencial respecto a las anteriores: no hubo declaratoria temprana. Ese hecho, aparentemente técnico, fue estructural. Al no proclamarse resultados anticipados, no hubo robo de urnas, ni abandono de mesas, ni ruptura del proceso. El “caldo electoral” permanece vivo y bajo vigilancia constante hasta el día de hoy.
La observación fue integral y múltiple: organismos internacionales, partidos, sociedad civil y millones de ciudadanos siguiendo el escrutinio como “águilas sobre el terreno”.
A ello se sumó un manejo técnico y legal del CNE que privilegió la aplicación estricta de la ley electoral y el respeto al resultado total, no a la narrativa parcial. No fue perfecto, pero fue funcionalmente justo. El contexto internacional también importó, aunque no decidió directamente.
Estados Unidos y la derecha global —con figuras como Milei y Trump marcando el clima— establecieron un marco de referencia: orden, acción y rechazo al socialismo. Ese marco no impuso un voto, pero delimitó lo aceptable.
El resultado fue un concurso al revés. De las tres finalistas, el comunismo quedó rematado. El sermón disfuncional llegó cerca, pero no cruzó la línea. La opción objetiva —imperfecta, sin brillo, pero la racha activa— terminó imponiéndose porque resultó más tolerable para un país cansado, informado y pragmático.
Por ende, al final, no ganó la más bonita. No ganó la más gritona. Ganó la más práctica. Lo ocurrido en Honduras no fue una anomalía, sino la manifestación de un modelo emergente: una geometría electoral donde la formación sustituye al carisma y la ejecución releva la ficción. Electores menos numerosos, pero más conscientes.
Redes sociales superando a los medios tradicionales como fuente de decisión. Procesos sin declaratorias tempranas que evitan el caos. Y las elecciones más cerradas de la historia, donde la organización no acompaña al discurso: lo reemplazo.
La lección es incómoda, pero clara: cuando el margen es mínimo, la política deja de ser concurso de oratoria y se convierte en examen de evaluación. Y Honduras, con todas sus fragilidades, ofreció una señal trascendental para la región: “la democracia no se sostiene con relato; se sostiene cuando funciona.” AMC
Sobre el autor: Carmelo Rizzo es empresario, exembajador en Italia y fino analista de temas nacionales e internacionales
