El poder que bloquea se autodestruye… y con él, la república

Por: Carmelo Rizzo
Hay crisis que estallan y crisis que se administran. La que vive Honduras hoy pertenece a la segunda categoría: no ruge, sofoca. Tras las elecciones del 30 de noviembre, el país no cayó en el caos por exceso de confrontación, sino por algo más corrosivo: la ausencia deliberada de decisión. Un empate técnico, aún no cerrado pese a tener el noventa y nueve por ciento del proceso concluido, este se convirtió en un dispositivo político. El poder dejó de gobernar y pasó a bloquearse a sí mismo. Así se detonó este melodrama, no por abandono de mesas electorales —como en el pasado— sino por la imposibilidad de cerrar lo que ya estaba contado.
Esto no es un accidente del sistema. Es el resultado lógico de una construcción institucional debilitada durante años, donde la indefinición se volvió método y el tiempo, arma. Cuando nadie cierra, todos presionan. Cuando nadie decide, el asedio manda. Esta parálisis no se sostiene con tanques ni con decretos —ni con respiradores artificiales—. Se sostiene con procedimientos estirados hasta el límite, vetos cruzados, silencios calculados maliciosamente y una narrativa renovada de sospecha. Hoy, incluso con una diferencia de votos que debería resolverse por vía técnica, nuevas interrupciones en juntas electorales mantienen ralentado el escrutinio final. La consecuencia es un Estado secuestrado, luego bloqueado, y mientras espera, saqueado. No solo de recursos, sino de confianza, legitimidad y futuro.
El daño no es abstracto. Cada día sin definición erosiona la credibilidad de las instituciones, congela decisiones económicas y tensa el tejido social. La inversión se retrae, la calle se inquieta y el centro político se achica. La democracia puede tolerar el conflicto; lo que no tolera es la paraplejia prolongada. A este cuadro se suma una fractura más profunda: un Consejo Nacional Electoral dividido, donde dos de tres consejeros buscan cerrar bajo presión interna y resguardo internacional, y un Congreso desmenuzado, entre una junta directiva cuestionada y una oposición organizada que actúa en paralelo. El país opera, de hecho, con dos centros de poder y ninguna autoridad plena. No es caos abierto; es doble legitimidad, una de las formas más peligrosas del desgobierno.
En este escenario, la tentación es doble: resignarse o incendiar. Ambas opciones favorecen a quienes viven del bloqueo. La resignación les regala tiempo; el incendio les regala excusas. La salida, aunque menos vistosa, es otra: exigir cierre con calma, vigilancia con firmeza y reglas con reloj. No se trata de repetir elecciones ni de recontar todo. Se trata de cerrar lo que está abierto mediante un mecanismo extraordinariamente transparente, observado por instancias nacionales e internacionales y estrictamente acotado en el tiempo. Cuando el árbitro explica, observa y decide con plazos públicos, el cerco pierde oxígeno.
La historia republicana enseña que los Estados no caen solo por golpes externos. Caen cuando quienes detentan —o usurpan— parcelas de poder renuncian a ejercerlas con responsabilidad y prefieren usarlas para impedir que otros gobiernen. Ese es el verdadero peligro de esta hora. Porque al final, más allá de nombres y banderas, la lección es clara y severa: El poder que bloquea se autodestruye… y con él, la República.
Sobre el autor: Carmelo Rizzo es un exitoso empresario, exembajador y fino analista de temas nacionales e internacionales
